Llega Sant Jordi, ese día en el que todo el mundo hojea libros, sale a comprarlos, los regala. El año pasado hubo que posponerlo, esta vez parece que será posible encontrarnos en las calles, mascarillas y distancia de seguridad mediante. También deberemos respetar las limitaciones comarcales, así que disfrutaré de una jornada libresca en el Baix Llobregat. Seguro que encuentro sorpresas, aunque ya tengo muchos escogidos. Uno de los elegidos lo leí hace poco, y no quiero dejar de recomendároslo: Unorthodox, de Deborah Feldman.

Deborah Feldman | Foto de Burgenländerin
Editado por Lumen, Feldman nos habla a través de sus recuerdos, un testimonio en primera persona de su vida en una comunidad judía ultraortodoxa. Los testimonios directos siempre me han provocado sentimientos y emociones muy diversas. Mucho más cuando soy testigo de primera mano de esa narración, aunque no es este el caso, claro. Aun así, leer un libro autobiográfico y sumergirte en las experiencias de alguien a quien no conoces puede ser una experiencia muy catártica. Más de trescientas páginas leídas prácticamente del tirón. Deborah desarrolla su narración con un lenguaje tan cotidiano y de forma tan natural, tan familiar, tanto, que no fui consciente del dolor lacerante, del suyo y del mío, hasta prácticamente el final; así de inmersa en el relato me encontraba.
Lo cierto es que de un tiempo a esta parte soy de reposar las cosas. La información va entrando, se va aposentando, va enraizando, se expande como una gota de tinta en un papel rugoso. Y la respuesta va tomando forma poco a poco, va creciendo, llena de matices. Hasta que me inunda y, en la mayoría de ocasiones, la rabia y la exasperación ocupan casi toda mi mente y gran parte de mi ser. Y este fue exactamente el proceso que seguí al leer Unorthodox. Y al final explotó.
Debe ser que ya he interiorizado completamente que la mitad de las personas del mundo estamos a un nivel escandalosamente bajo respecto a la otra mitad, solo por ser lo que somos: mujeres. Debe ser que para mí ya es tan absolutamente normal que esta discriminación constante no sea nada normal, que no puedo dejar de verla en todo lo que leo, en todo lo que oigo, en todo lo que veo, en todo lo que me rodea. Debe ser que en eso consiste ser radical, feminista y radical. Debe ser que lo normal para una feminista radical es tener siempre en el punto de mira la infamia que la mitad de las personas del mundo ejercen, pero no ven (en muchas, muchísimas ocasiones): el patriarcado.
Deborah habla a través de sus recuerdos. Y ya sabemos que los recuerdos pueden ser traicioneros. La memoria nos juega malas pasadas, y tan pronto dulcifica como sobredimensiona algo que parece ser que no fue como nuestra mente nos dice que fue. El paso del tiempo distorsiona los recuerdos. Parece ser que «la memoria no trabaja como una grabadora», como sostiene el investigador de la memoria, psicólogo cognitivo y profesor de psicología de la Universidad de Harvard Daniel Schacter.
La afirmación de Schacter secunda los resultados del trabajo de la norteamericana Elizabeth Loftus, matemática, psicóloga y profesora, estudiosa también del funcionamiento de la memoria humana. Loftus hizo que el sistema legal estadounidense tuviera conciencia de que la exactitud de los recuerdos se ve alterada por muchos factores, propios y ajenos. Resulta que «no somos como un aparato reproductor de sonido o de imagen que reproduce lo que se grabó», explicaba a Ainhoa Muños en una entrevista para El Correo Enrique Pallarés, doctor en psicología y profesor emérito de la Universidad de Deusto. Y algo se me quedó grabado tras la lectura de esta entrevista: «la memoria es selectiva, por eso recordamos mejor lo que tiene mayor significado para nosotros».
Me gustaría que fuerais bien conscientes de estos párrafos anteriores. Y que penséis en cómo trabaja la memoria. Cómo se manifiesta a través de los recuerdos. Me gustaría estirar el hilo y que pensemos en los testimonios de víctimas. Por ejemplo, de víctimas de violencia machista, de víctimas de abuso y agresión sexual, mayores o menores; también, ya que muchas veces son las mismas, de víctimas de la violencia institucional. Víctimas del patriarcado.
El tema da para otro post por lo menos, así que dejo pendiente el grueso del análisis. Pero sí quiero apuntar que tiene que ser exigible que el testimonio de una víctima sea tratado con un respeto que pocas veces he visto, por profesionales en todos los ámbitos preparados específicamente para atender este tipo de declaraciones, en tiempos y entornos seguros para la víctima. No quiero extenderme, solo añadir que cuando se cuenta solamente con el testimonio de la víctima para determinar si un acusado es o no culpable, se exige de ella tanto que es una manera más de revictimizarla, incluso de acusarla de denunciar falsamente.
Y vuelvo al testimonio de Deborah Feldman. Ella misma explica cómo fue reiteradamente atacada por grupos de judíos ultraortodoxos de, como poco, mentir. Ella, que fue víctima de una sociedad patriarcal fuertemente represiva con las mujeres prácticamente desde el inicio de su existencia. Fue separada de sus padres siendo una niña: su madre fue expulsada de la comunidad por declararse lesbiana y su padre tenía una discapacidad mental. Se crio con sus abuelos, a los que adoraba. Desde muy pronto fue consciente que la vida que le obligaban a vivir era diametralmente opuesta a lo que ella sentía que era la vida. Pero reprimía el dolor que esto le causaba porque sus abuelos sobrevivieron al Holocausto y sus problemas no tenían ni punto de comparación con el sufrimiento que ellos padecieron. Se censuraba. Contenía sus ganas de aprender más allá de lo que le enseñaban en la escuela religiosa. Se dominaba para mantener un perfil lo más bajo posible, lo más adecuado posible a lo que se esperaba debía ser una jovencita que centra todos sus esfuerzos en prepararse para casarse con el joven que le fuera escogido y tener muchos hijos.

Interior del libro ‘Unorthodox’. «En este mundo pagamos un precio por todo cuanto obtenemos o tomamos» | Foto: Mónica Solanas Gracia
La propia Feldman lo aclara al principio del libro:
«Los judíos jasídicos de Estados Unidos retomaron con entusiasmo un legado que había estado a punto de desaparecer y decidieron vestir el atuendo tradicional y hablar solo en yiddish, como habían hecho sus antepasados. Muchos se oponían con fervor a la creación del Estado de Israel, convencidos de que el genocidio de los judíos había sobrevenido como castigo por su integración y el sionismo. Sin embargo, lo primordial es que los judíos jasídicos se centraron en la reproducción con el firme propósito de reemplazar el gran número de fallecidos en el Holocausto y volver a aumentar así sus filas. A día de hoy, las comunidades jasídicas continúan creciendo rápidamente en lo que se considera la venganza definitiva contra Hitler.» (pp. 9-10)
El Holocausto fue un castigo divino, fruto de la asimilación y el sionismo. Así que los Satmar, la comunidad jasídica en la que creció la autora, vivían de acuerdo a una rigurosa interpretación de la ley judía. Y el castigo divino lo dominaba todo. La vida de Deborah estaba marcada por el castigo divino. Y se reprimía más y más. Y trataba de seguir el ejemplo de los modelos de conducta que le mostraban en la escuela:
«[…] es hora de la charla diaria sobre el decoro. La señora Meizlish retoma la historia de Raquel, la santa esposa de Rabi Akiva [Cabeza de todos los sabios, padre del Judaísmo Rabínico]. Raquel, la esposa de Akiva, no solo era una mujer virtuosa de verdad, sino que también era una persona excepcionalmente decorosa, hasta tal punto que —y ahí la señora Meizlish hace una pausa efectista— una vez se clavó agujas en las pantorrillas para impedir que la brisa le levantara la falda y dejara ver sus rodillas.»
«Me estremezco al oír eso. No puedo dejar de imaginar unas pantorrillas de mujer perforadas, mi mente recrea los pinchazos una y otra vez, y en cada ocasión sale más sangre, el músculo se desgarra, la piel se abre… ¿De verdad era eso lo que Dios quería de Raquel? ¿Qué se mutilara para que nadie pudiera atisbar sus rodillas?»
«La señora Meizlish escribe la palabra ERVÁ en la pizarra con grandes letras mayúsculas.
«—Ervá es el calificativo para cualquier parte del cuerpo femenino que deba cubrirse, empezando por la clavícula y terminando por las muñecas y las rodillas. Cuando se muestra algo ervá, los hombres están obligados a marcharse. Ante algo ervá no está permitido pronunciar oraciones ni bendiciones. ¿Veis, niñas, lo fácil que es caer en la categoría de joté umajté es harabim, el pecador que hace pecar a otros, el peor pecador de todos, simplemente por no cumplir con el grado esperado de decoro? —proclama la señora Meizlish—. Cada vez que un hombre vislumbra una parte de vuestro cuerpo que la Torá dice que debería estar cubierta, está pecando. Aún peor, vosotras habéis provocado que peque. Sois vosotras las que cargaréis con la responsabilidad de su pecado el día del Juicio Final.» (pp. 61-62)
A lo largo del libro, Deborah explica cómo esa sociedad tan cerrada hace que las niñas, que las jóvenes recién casadas, desconozcan absolutamente todo lo que tiene que ver con su cuerpo, desde qué es tener una menstruación hasta las posibles dificultades físicas a la hora de mantener relaciones sexuales con sus maridos. Cómo las niñas, las jóvenes en edad casadera, las mujeres jóvenes casadas, son controladas y fiscalizadas por parte de toda la comunidad: también del resto de mujeres de su familia, de su entorno más cercano, de su comunidad.
En una sociedad tan profundamente cerrada, tan marcadamente patriarcal, la sororidad es prácticamente imposible. Al menos eso es lo que se desprende de la lectura del testimonio de Feldman. Las mujeres fuertes de la comunidad, las mujeres clave, aquellas que deben cuidar, educar, formar, acompañar, proteger, amar a las niñas y adolescentes, están fuertemente asentadas dentro del entramado jasidí, en una especie de alienación. Son las otras víctimas, captadas por los hombres de su comunidad, adiestradas para obedecer y acatar el sistema patriarcal, convertidas en firmes devotas de una religión también machista que las reprime y las obliga a ser represoras.
Un último fragmento, uno de los que más dolor me provocó. No soy madre, pero no puedo imaginar qué vacío tan grande debe sentirse al vivir la experiencia de Deborah en el momento de su parto:
«Un enfermero negro me sostiene una pierna, porque Eli ya no puede tocarme, y me choca tanto ver esas manos oscuras contra mi piel pálida que casi tengo la sensación de estar transgrediendo un tabú espantoso. Me pregunto cómo puede ser mejor que, en lugar de mi marido, sea un hombre negro quien esté mirándome las partes íntimas. Pero ahora estoy impura, y aquí lo importante no soy yo: lo importante es que Eli siga puro.» (p. 303)
No voy a explicaros más. Leed este testimonio, no os quedéis en la serie, por favor. Leedlo y sed conscientes de que tenemos mucho trabajo por hacer, de que debemos estar juntas y hermanadas para hacerlo. Sed conscientes de que, como dice Virginia Despentes cerrando su Teoría King Kong, el feminismo es una aventura colectiva, una revolución que ya ha comenzado; se trata de dinamitarlo todo.
*Deborah Feldman, Unorthodox. Editorial Lumen, Colección Narrativa. Barcelona, julio de 2020
¡Hay que seguir luchando en tantos frentes y los resultados obtenidos son tan pobres!
. Luchar es más fácil (por decirlo de alguna manera) cuando a tu alrededor hay gente que piensa como tú… pero cuando tus propias abuelas, madres y profesoras están, no solo en contra de la lucha, si no en contra de la más ligera desviación de las «NORMAS INAMOVIBLES» de una sociedad cerrada y estúpida, es casi imposible para la mayoría.
. Interpretaciones libres de hombres de los deseos de un Dios todopoderoso y vengador (puedes escoger religión)
. Protección de los ricos y poderosos… o simplemente de sus/nuestros privilegios.
. Fuerzas del ¿orden?
. Explotación del más débil…
Podríamos seguir con, casi, un sinfin de temas que la sociedad tiene pendiente de resolución.
Un fuerte abrazo.
(Recibido por email)
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