A Berta Cáceres la mataron en su casa la madrugada del pasado 3 de marzo. Era conocida como defensora de los derechos humanos y los movimientos campesinos. Y eso es precisamente lo que provocó su asesinato. No ha sido la primera; tampoco la última.
Lesbia Yaneth Urquía. Marcial Bautista de Valle. Bety Cariño. Moisés Durón Sánchez. Eva Alarcón. Chico Mendes. Tomás García. Rigoberto Lima Choq. Blanca Jeannette Kawas Fernández. Javier Torres Cruz. Ken Saro-Wiwa. Gustavo Marcelo Rivera. Ramiro Rivera. Nelson Noé García. Walter Alfredo Méndez Barrios. Leonard Peltier. Dora Alicia Sorto. Trinidad de la Cruz Crisóforo. José da Silva y su esposa, María da Silva. Carlos Antonio Luna López. João Luiz Telles Penetra. Juventina Villa Mojica y su hijo Reynaldo Santana, de 17 años de edad. William Jacobo Rodríguez. Chut Wutty. Gladys del Estal Ferreño. Jairo Mora. Maycol Rodríguez. Digna Ochoa Placido. Ascencio Villa Santana. Fabiola Osorio Bernáldez. Nelson García.
La lista es espeluznantemente más larga. Según los datos del informe En terreno peligroso de la organización Global Witness, 116 activistas ecologistas fueron asesinados durante el año 2014. Front Line Defenders, en su última memoria anual —publicada el pasado mes de febrero— cifra en, por lo menos, 156 los defensores de derechos humanos asesinados durante el año 2015.
Activistas ambientalistas que son desaparecidos por reclamar el derecho a mantener y cuidar los pulmones naturales del planeta, de este mundo que desaparece poco a poco bajo cemento y asfalto. Personas que son asesinadas por querer preservar el entorno natural, hogar de tantos pueblos indígenas. Asesinatos que, en la mayoría de los casos, quedan impunes.
Como dijo Berta Cáceres, necesitamos construir “sociedades capaces de coexistir de manera justa, digna y por la vida.»
También una pedagogía que abogue por ello.

‘Un viejo que leía novelas de amor’, Luis Sepúlveda. Licencia editorial para Círculo de Lectores de Tusquets Editores | Foto: Mónica Solanas Gracia
«Estaban iguales. Los dos heridos.
«La escuchó alejarse, y ayudado por el machete levantó un poco la canoa, el espacio suficiente para verla, a unos cien metros, lamiéndose la pata herida.
«Entonces, recargó el arma y con un movimiento dio la vuelta a la canoa.
«Al incorporarse, la herida le produjo un dolor enorme, y el animal, sorprendido, se tendió sobre las piedras calculando el ataque.
«—Aquí estoy. Terminemos este maldito juego de una vez por todas.
«Se escuchó gritando con una voz desconocida, y sin estar seguro de haberlo hecho en shuar o en castellano, la vio correr por la playa como una saeta moteada, sin hacer caso de la pata herida.
«El viejo se hincó, y el animal, unos cinco metros antes del choque, dio el prodigioso salto mostrando las garras y los colmillos.
«Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, quebró el cuerpo a un costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la doble perdigonada.
«Antonio José Bolívar Proaño se incorporó lentamente. Se acercó al animal muerto y se estremeció al ver que la doble carga la había destrozado. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones deshechos.
«Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un animal soberbio, hermoso, una obra maestra de gallardía imposible de reproducir ni con el pensamiento.
«El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
«Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
«Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
«Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban de amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.»
Un viejo que leía novelas de amor, Luis Sepúlveda