Crónicas

La inercia de la impotencia

El viernes por la mañana desperté con una noticia de las que me parten el corazón. Un matrimonio casi octogenario, dos personas, como tú o como yo, decidieron que estorbaban. Y para poner remedio a ese estorbo utilizaron una escopeta. La palabra estorbaban ni siquiera la he empleado de forma original. Tampoco lo hizo el mismo viernes Anibal Malvar en la columna que publicó en Rosa y Espinas. Resulta que la repetía incansablemente a sus vecinos ese granadino que el viernes decidió, junto a su mujer, que ya no quería estorbar más.

Los bancos y sus regalos, vía Lucía de la Fuente a través de twitter, 23 de marzo de 2013

Los bancos y sus regalos, vía Lucía de la Fuente a través de twitter, 23 de marzo de 2013

La inercia de la impotencia. Esta fue la frase que me vino a la cabeza. Tampoco es mía, la leí en El vértigo de Eugenia Ginzburg, superviviente del gulag. Porque ese matrimonio granadino que llegó al límite, que no quiso estorbar más, lo hizo porque había caído en esa inercia de la impotencia, a la que le fueron empujando desde el Gobierno. Una maniobra que, con cada nueva mala noticia sobre todos esos “elementos nocivos” que estorban, que impiden que se pueda cumplir con el objetivo del déficit, acabó siendo letal.

La inercia de la impotencia. La misma que vi reflejada en la historia que hace ya unos días me explicó @majalandruki. Una historia (otra más) doliente. De las que, otra vez más, me vuelven a partir el corazón.

Esta es la historia de Juan, un hombre normal. Por supuesto, no se llama Juan. Pero sí era un hombre normal. Hasta que la inercia de la impotencia le arrastró en su espiral de “elementos nocivos”. Aunque esta historia tiene un final algo diferente…

Juan, un hombre normal

Juan era un hombre feliz y normal. Trabajo, casa, mujer e hijos. Su vida era normal, un poco de aquí, un poco de allá, sin grandes sobresaltos. Pero un día, la vida normal de Juan empezó a dar un vuelco, un giro de 180°. Se puso patas arriba.

Y empezó a ir a la deriva.

Su mujer le dejó. Le dejó por otro, y Juan no supo encajarlo. Así que entró en una depresión de muchos meses y en una larga batalla con su mujer por la custodia de los niños. Pasado un tiempo pudo reincorporarse al trabajo.

Pero entonces Juan ya había comenzado a no ser Juan.

Sus compañeros de trabajo apenas le reconocían, 20 kilos menos y un rostro eternamente desencajado.

Al poco tuvo un accidente de coche y volvió a estar de baja (esas cosas pasan cuando se tienen las manos en el volante y la cabeza sumida en un infierno de pensamientos, reproches y quebraderos de cabeza). Volvió a conducir y hubo otra colisión. Es normal cuando tu pie acelera mientras tu cuerpo se sumerge en una mezcla de tranquilizantes y antidepresivos. Cuando tu mente, por su cuenta, viaja por otro rumbo.

El verano había llegado y desde su empresa le llamaron para ver si se podía incorporar. El compañero que le sustituía en su puesto, la sierra mecánica, tenía que coger vacaciones. Juan se incorporó al trabajo: menos kilos, los mismos ojos desencajados… Más muerto que vivo. Así que sus jefes, muy prudentemente, le relevaron de su puesto en la sierra mecánica.

Un día Juan cometió un error, se confundió de pieza y estropeó toda una plancha de material. Y tuvo que utilizar otra, un material muy caro.

Pero no más caro que la vida de una persona.

Alguien se dio cuenta, algún compañero lo descubrió y se lo comunicó a los jefes. Un viernes, después de comprobado el desaguisado, le dijeron a Juan que se fuera a su casa y que preparara las alegaciones para el lunes, antes de que le impusieran la pena por una falta grave.

Parece ser que los jefes nunca descansan, y el fin de semana les dio para pensar.

Cuando Juan regresó el lunes le comunicaron que estaba despedido. Despido procedente. Una mano delante y otra detrás. Después de 21 años en la empresa Juan se quedó en la calle.

Sin indemnización.

Sin derecho a paro.

Sin…

Juan no podrá encontrar otro trabajo, porque NO hay trabajo. Porque tiene 50 años. Porque nadie contrataría a un muerto viviente al que acaban de echar de otra empresa por haber estropeado un par de planchas de material muy caro.

Aunque no era más caro que la vida de una persona.

Ahora, Juan tiene que seguir peleando con su mujer por la custodia de sus hijos, alegando que le han echado del trabajo y que no le corresponde ni un día de paro.

Perderá a sus hijos.

Después tendrá que pelear con el banco al que ya no podrá seguir pagando la hipoteca.

Perderá su casa.

Quizá Juan se despierte un día y, sin saber cómo, se encuentre con una pistola entre sus manos.

En el mejor de los casos se pegará un tiro; pensándolo mejor se lo pegará a sus jefes; pensándolo peor se lo pegará a su familia.

Entonces nos llevaremos las manos a la cabeza por las barbaridades que comete la gente normal.

………………..

Todo esto se podía haber evitado sin Juan no hubiera sido normal; si hubiera encajado sin problema la ruptura de su matrimonio; si hubiera respondido a su trabajo debidamente. O si sus jefes no le hubieran obligado a incorporarse estando enfermo; si le hubieran descontado el coste del puto material sin tener que despedirlo; si no tuviéramos una reforma laboral de mierda; si tuviéramos más corazón y más apego a las personas y no tanto al dinero; si no nos lleváramos las manos a la cabeza cuando vemos que hay gente normal que vive en la calle tirada sobre un cartón; que se pega un tiro.

O se lo pega a otro.

Como creo que todos somos responsables en una medida o en otra, voy a seguir luchando para que no muera ningún Juan normal por culpa de un sistema podrido e inhumano.

 

Anexo

Un rayo de sol asomó por entre las rendijas de la persiana. De repente lo vio claro; echándose las manos a la cabeza suspiró y pensó para sus adentros “¿Y si este colgao viene por aquí un día y me raja las ruedas del coche? ¡Uf! El coche… ¿Y si le raja a un compañero? ¡Bah! Un compañero… Un momento, ¿y si viene a por mí? ¿Y si me degüella como si fuese un cerdo, gritando que le he dejado en la calle, que le van a quitar a sus hijos, y su casa, que ya no tiene vida, que no tiene nada, que no tiene miedo y que quiere compartir todo eso conmigo, y hacerme sentir lo que él siente? Sería capaz, está medio loco. Y no tiene nada que perder. Pero yo no tengo la culpa. Aunque…, quizá se le podía  arreglar algo, sin que suponga ningún gasto excesivo para la empresa, claro; yo no tengo la culpa de sus problemas personales. Pero…

Una nueva clasificación de las personas se me presenta.

Las que tienen conciencia y se duelen con el dolor ajeno y se alegran con la alegría ajena.

Otras son las que no tienen conciencia y no sienten lo que les pasa a los demás, porque ellas no tienen la culpa.

Pero tienen miedo.

Tienen miedo de que sus abusos y desmanes se vuelvan un día en su contra.

Tienen miedo. Son vulnerables a pesar de todo. Se les puede vencer.

8 pensamientos en “La inercia de la impotencia

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  3. Pues, aunque tarde, aporto mi granito de arena. En mi instituto de investigación se hizo una reunión para explicarnos que no íbamos a cobrar en diciembre. Cosas de eliminación de pagas extras (prorrateadas, claro, que sino el sueldo de un investigador al mes casi no llega) forzada por los gobiernos y confirmada con poco margen de tiempo… no era su culpa; habían hecho lo posible, etc… Lo mismo ocurre por centros de investigación de toda Catalunya.

    Cuando el director decía esas cosas, todos mansos. Sólo después en casa pensé que estaría bien que, sin matar a nadie, algún día en una de esas reuniones alguien se levantara y le asentase al director de turno, o al sindicalista apaciguador, que también vale, una mano en la cara con sus cinco dedos. Porque mientras los problemas de unos no sean problemas de todos, como es el caso, los problemas de esos unos seguirán siendo causados «sin culpa» por quienes no los comparten.

    En algún punto tienen que dejarse de ir de rositas los intermediarios de la cadena de transmisión de mierda que la lleva desde los poderosos siempre hacia los mismos. Y una vez rota la cadena, habrá que ir arrancándole, de abajo a arriba, eslabón por eslabón. Hasta que entienda quien nos quiera tocar que si toca a una, toca a todos y «se toca» a sí mismo; que le tocará compartir de un modo u otro el padecimiento que cause, ayude a causar o permita.

    Pero por el momento… todos mansos.

    Besos
    A.

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  5. Chapeau!!!

    «Líbranos Señor de todo mal, y en particular de la ira de los mansos».
    Decía José Saramago, que un día los maltratados por la historia, los humillados, los mansos desprovistos de toda voz, los que no tienen poder (político o económico), se levantarían, cansados de callar, reclamando su derecho a figurar en la gran foto de la humanidad. Ese día los dueños del poder, atemorizados, se arrodillarían elevando a Dios esta breve plegaria: «Defiéndenos Señor de la Ira de los Mansos».

    Salud!!!

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