Ellos no querían que los maestros enseñaran porque solo querían resplandecer ellos, y que los pobres nos muriéramos de hambre y que no aprendiéramos nada.
Pastora Palomo, alumna de Carmen Lafuente, maestra de Cantillana (Sevilla) fusilada en julio de 1936.

Markus Orths | Foto: Roberto Bulgrin para Stuttgarter Zeitung
Últimamente estoy leyendo más de lo habitual. Para que no se me pueda tildar de capciosa, hace unos días decidí dejar a un lado a esos autores rojazos que me enardecen la víscera y optar por una novelita ligera, entretenida, de esas de lectura rápida y poca profundidad. Incauta de mí, no sabía dónde me estaba metiendo. Encontré en mi estantería, entre los libros que clasifico como “para no pensar y evadirme un rato”, uno de apariencia totalmente inocente: La sala de profesores, de Markus Orths. Cuando lo compré me pareció que respondía perfectamente a esa descripción, un relato irónico e hilarante que me haría soltar unas buenas carcajadas. Y lo cierto es que mentiría si dijera lo contrario tras leer la última línea de la última página. Pero eso de no pensar y evadirme un rato… Craso error: mi víscera aumentó de tamaño unos cuantos centímetros. Dejadme que os explique.
Esta historia, una historia plagada de histeria, empieza con una llamada. La llamada que debe hacer el coordinador de la Delegación de Educación. Perder esa llamada puede abocar a Martin a «vivir bajo los puentes, pasar las noches en un albergue, desesperación, miedo, frío». No perder esa llamada hace que la vida de Martin se convierta en un absoluto esperpento durante cuatro páginas, solo cuatro páginas que te obligan a sentir una verdadera ansiedad por no oír sonar el teléfono, que te enfurecen si el teléfono suena por quien no es. Pero acaba sonando, al final de la cuarta página. Y ahí es donde empieza la verdadera pesadilla. No me malinterpretéis, no es una historia de terror. Es más bien una fábula mordaz, cínica, una reversión moderna del 1984 de George Orwell, enmarcada en un colegio. Pero de eso, de esa revisión, no te das cuenta hasta que no vas avanzando en la lectura, aunque desde el primer momento se dan sobradas señales de estar ocultando bajo ese guión un paralelismo realmente funesto y aterrador.
Martin recibe la llamada, la llave a un trabajo como profesor en prácticas en el colegio. Y lo primero es entrevistarse con el director, que le regala los oídos con una interminable disertación sobre las luces y sombras, realmente solo las sombras, del mundo en el que se está metiendo. Lo más importante de ese mundo, lo único que debe centrar toda su actuación las 24 horas del día, es la evaluación de final de curso, que decidirá la suerte de su carrera docente. La evaluación es un análisis minucioso de absolutamente todo lo que hace cada uno de los profesores. Y Martin ya tiene una mala nota en su evaluación: no vive en Göppingen, distrito en el que se encuentra el centro, cercano a Stuttgart. Pero no le será tenido en cuenta, porque Martin promete subsanarlo a la mayor brevedad posible. Y es en este punto cuando el director despliega todas sus dotes, aunque el lector no lo sabe. Todavía, claro. Le explica a Martin cuáles son los cuatro pilares del sistema educativo: «el miedo, los lamentos, la farsa y la mentira […] la fuerza interior del sistema entero». La mentira, asevera, es la quintaesencia del centro. Todos mienten, él mismo miente siempre. Mentir es signo de la buena voluntad de Martin, pero decir la verdad… ¡Ah, la verdad! La verdad es «una afrenta abierta, una revolución, un bofetón en su cara». Y también están las reuniones de profesores, cada miércoles por la tarde; no son más que sesiones de tortura a las que él, el director, somete a los docentes del centro. A esa tortura se suma la que ejercen los policías de la Delegación de Educación, presentándose en el centro y asistiendo a las clases de los profesores para someterlos a un exhaustivo análisis y una dura crítica de todo aquello que hagan, no importaba lo que sea. Para despojarse de ese miedo existe una válvula de escape, los lamentos. Y el fingimiento, claro: allí todos fingen que son buenos profesores, buenos alumnos. Fingir todo el tiempo, lo único que hace imposible distinguir entre la realidad y la ficción.
La incorporación de Martin al centro es de lo más surrealista: no tiene una mesa, no tiene una silla; no sabe dónde están las aulas ni la biblioteca ni demás instalaciones del centro. Debe ir adivinándolo a través de las extrañas conversaciones del resto de componentes del claustro de profesores, un grupo de personajes extravagantes con rarezas dignas del mejor José Luis Cuerda. Pero eso no es lo más insólito de todo: el primer día de curso tres compañeros del claustro le informan, en un encuentro nocturno y clandestino ―como deben ser los encuentros de ese tipo―, que forma parte, al igual que ellos, del núcleo duro del GC, el Grupo Conspirador «que se había propuesto socavar el sistema escolar vigente». Pero no de veras, tan solo verbalmente: se trataba tan solo de «un círculo de revolucionarios que no hacían nada». ¿Y cómo puede ser posible que Martin esté en ese grupo si acaba de incorporarse al centro? El director es quien determinaba quién pertenece a este grupo, le explican. Existe una lista, que guarda en su escritorio, en la que anota el nombre de los señalados como revolucionarios verbales. Ese diálogo se mantiene regado con alcohol, lo que hace que los ánimos se inflamen y se viertan discursos sinceros:
«Uno se hundía en medio del silencio, la persona, el ser humano, la existencia, el individuo, era engullido, devorado, parcheado, sellado a base de lucha y competencia, lo humano, eso que convertía al ser humano en ser humano ante todo, su corazón, la percepción del corazón, todo eso no figuraba en ningún plan de estudios, todo eso, lo verdadero, lo importante, lo esencial, nos era arrancado de lo más íntimo de nuestro ser. Nos convertíamos en máquinas, en monstruos, en engendros de nosotros mismo si no nos defendíamos con todas nuestras fuerzas contra los mecanismos de estas maquinaciones. Bondad y deferencia, comprensión y calidez debían ser los principios […] crear un clima donde el miedo no tuviera cabida, donde, ante todo, tuvieran la posibilidad de encontrarse a ellos mismos. […] genuinidad, autenticidad, de dentro afuera, ser fiel a lo que uno quería, mantenerse firme, apartarse, agotar la libertad pedagógica, rencontrarse, sondear lo que de verdad ocurría en uno mismo, acabar con la escoria educativa, eliminar los conocimientos basura, hacer palpable la verdadera experiencia humana y dejar oír la voz interior de los alumnos […] autodescubrimiento y cuestionamiento, cuestionamiento de uno mismo y de los otros»

La sala de profesores, Markus Orths. Editorial Seix Barral Biblioteca Formentor | Foto: Mónica Solanas Gracia
No voy a contaros más de esta historia, os invito a que la leías. No os llevará más de unas pocas horas, un par o tres de días como mucho. Pero tal vez os despierte reflexiones que a mí me ha despertado; muchas, para muchas más horas que lo que dura la lectura. Sobre el actual sistema educativo, con todas las convulsiones que está sufriendo y que lo conducen a una triste y agónica degradación. Sobre el ataque despiadado a la enseñanza pública, que cada día es víctima de un nuevo zarpazo que la convierte en mártir de la bestia carroñera que son estos gobernantes que hemos elegido democráticamente. Sobre los responsables gubernamentales de ese sistema y de cómo, paso a paso, lo están desmantelando, descarnándolo, tratando de robarle su esencia. Sobre la absoluta falta de responsabilidad de algunos de los componentes de ese sistema, para los que es más cómodo sumir a los alumnos en esos cuatro pilares de los que hablaba el director de esta historia ―miedo, lamentos, farsa y mentira― que ayudarles a ser ciudadanos con criterios propios, con elementos básicos para componer sus propios juicios, con los parámetros que permiten formar las bases sobre las que asentar sus vidas: sus propias, excepcionales, individuales y extraordinarias vidas.
Yo sigo reflexionando, os conmino a que vosotros también lo hagáis.
La gente se echaba las manos a la cabeza cuando se supo que habían matado al maestro José María Morante. Aquello fue un castigo y al pueblo lo acallaron con aquel castigo… Yo creo que, de haber nacido en aquella época de la República, a mí también me habrían fusilado.
Anabel García Pascual, maestra. Investigadora de la vida y la muerte de José María Morante Benlloch, maestro fusilado en Carcaixent (Valencia).
Hay ocasiones (las más lo reconozco) en que tengo ideas extrañas. La mayoría de las veces me las guardo, pero hoy haré una excepción (aunque callaré las razones que me impulsan a ello). Cuando iba a la escuela, al instituto o a la facultad nunca tuve la sensación de que me estuvieran educando (aunque reconozco que estaba equivocado). Siempre pensé que la educación se adquiere en casa, que son los padres los responsables de ella. Y no me quejo de la suerte que me tocó: un padre culto y una madre abnegada que compensaba con creces su falta de instrucción (que no de educación) con horas de dedicación y mucho amor. Sé que nada de eso se paga ni se consigue con un dinero que no abundaba en casa, aunque tampoco llegó a faltar nunca.
Los tiempos han cambiado, en la mayoría de los hogares parece impensable una educación como la que yo recibí, pero quisiera decir algo en su defensa.
La educación domestica tiene claras ventajas: es más barata y más independiente de las tendencias políticas; produce ciudadanos (que son el producto de la educación) en lugar de esclavos, y permite que las tradiciones culturales (la riqueza de un pueblo) perduren. Seguro que me dejo más cosas en el tintero.
Quizás en una época como esta merezca la pena recuperar ciertas costumbres, aunque sea por la necesidad a la que la crisis nos lleva.
Yo aún sigo intentando descubrir cómo aprendí tanto de mi padre cuando parecía que no hacía nada. Será eso que dicen de que con el ejemplo se aprende más que con la palabra…
Me gustaMe gusta
Gonzalo, tus palabras me han traído a la memoria un fragmento del discurso que dio Saramago en la inauguración del Foro Complutense en octubre de 2006. Te las transcribo aquí:
«Hablamos de educación, incluso hay un Ministerio de Educación, repetimos la palabra educación hasta la saciedad y de pronto alguien, en este caso quien les habla, sin ningún ánimo de provocación, viene aquí a decir que la palabra está equivocada.
No es que esté equivocada, es que está fuera de lugar, como intentaré demostrar.
La enseñanza, sea la primaria, sea la secundaria o la superior, es lo que en tiempos pasados se llamaba “instrucción”.
En aquellos días del ayer, los ministerios, mucho más modestamente que ahora, se llamaban “de Instrucción”, y en el caso de que la idea republicana y democrática estuviera presente, se llamaba Ministerio de Instrucción Pública.
Ustedes dirán: «Pero ¿no es lo mismo instrucción y educación?»
No señores, no es lo mismo. Instruir es, obviamente, transmitir conocimientos acerca de las distintas materias que están en el programa; educar es, según el diccionario, dirigir, encaminar, adoctrinar, y los profesores, tengo que decirlo aunque pueda molestarle a alguien, no están para educar, sino para instruir, no pueden educar porque no saben y porque no tienen medios para hacerlo. Para instruir sí, para eso han recibido el encargo de la sociedad, que le ha asignado los medios científicos, las herramientas adecuadas y los programas pertinentes, todo lo necesario para transmitir un nivel de conocimientos que haga que los alumnos puedan progresar técnica y científicamente en la sociedad.
Claro que se me puede objetar: «Entonces ¿usted no piensa que la educación es una consecuencia lógica y natural de la instrucción?»
Mi respuesta es no, no lo es, clara y llanamente. Soy así de rotundo porque los argumentos son evidentes: si para educar fuera necesario ser instruido, y cuanto más instruido más capacidad de educar, una familia de analfabetos ―y, probablemente, algunos de los que aquí se encuentran vendrán de familias de analfabetos, como yo mismo― no sabría educar, pero la realidad no es así.
Lo que no quiere decir es que cuanto más analfabeto seas mejor educas, no es de eso de lo que estamos hablando, simplemente intento aclarar conceptos. Una familia de analfabetos, con sus valores, con sus tradiciones, sean campesinos o de ciudad, puede educar, es la educación más básica que hay, la primera orientación para gobernarse en la vida rectamente.
De ese origen puede salir un chico o una chica que vaya a estudiar luego, si tiene la suerte de que sus predecesores analfabetos le abran otros caminos para la vida y para el trabajo, con el sacrificio que les supondrá y que sabemos.
Entonces ella o él se darán cuenta, si tiene la sensibilidad suficiente, de que en el mundo instruido puede encontrar algo distinto, fórmulas para acrecentar la educación que ya trae consigo.
Así complementará y ensanchará la base primera. O sea, la educación recibida en el seno de la familia»
Llevo un buen rato rompiéndome la cabeza para recordar dónde y de quién es un artículo que leí sobre la educación de un abuelo, la educación de su nieto, la educación que ese abuelo recibió de sus árboles y que le transmitió a su nieto… Pero no hay manera. En cuanto me acuerde te lo hago llegar, me pareció precioso.
Y Gonzalo, muchas gracias por leerme. Y muchas gracias por enriquecer este rincón de (re)lecturas.
Me gustaMe gusta
Se te agradece la aportación. No conocía ese discurso de Saramago, siempre recuerdo el de la concesión del Nobel, cuando hablaba de su abuelo y que a mí me recuerda a mi abuela María, la única que pude disfrutar con suficiencia.
Se ha avanzado mucho en el estudio de la psicología de la educación y de la instrucción, pero parece que no damos con la clave para aplicar lo que sabemos a las situaciones concretas en que nos encontramos. Tal vez algún día…
Me gustaMe gusta
Gonzalo, ese es precisamente el relato del que te hablaba, el fragmento de ese discurso en el que le entregaron el premio y en el que hablaba de su abuelo…
Leyendo cosas así, recobro la esperanza en una educación con futuro.
Un abrazo
Me gustaMe gusta
Ni siquiera sabía de la existencia del libro en cuestión, compa Moni (bueno, ni de éste, ni de tantos y tantos otros…), pero me apunto la recomendación, que seguro que merece la pena. El tema educativo es uno de los que más me ocupa y me preocupa, no solo a nivel genérico, como ciudadano, sino también a título particular, como partícipe del mismo en mi condición de padre de alumno integrado en diversas estructuras (AMPA, Consejo Escolar, Consejo de Distrito…) y, por tanto, ‘actor’, en cierta manera, dentro del ‘mundillo’. Esa situación personal me permite apreciar claramente cuánto hay que cambiar y mejorar (al menos, desde mi humilde perspectiva); algo para lo cual ahora soplan malos vientos, por motivos que a nadie se escapan. Nada, que hay que seguir remando, y fuerte…
Un fuerte abrazo y buena tarde.
Me gustaMe gusta
Manuel, esta es una novelita, que aunque muy interesante, no deja de ser un esperpento ¡aunque muy real! Si quieres leer algo sobre educación, que a mí me gustó mucho, te recominedo «Democracia y universidad», de José Saramago. Lo publicó el Foro Complutense a través de su editorial, es la conferencia inaugural que dio. Y si te apetece leer algo más denso, «La (des)educación» de Noam Chomsky es muy interesante (lo encuentras en la Biblioteca de Bolsillo de Crítica).
La educación me parece un tema básico, para mí es uno de los pilares de cualquier sociedad que quiera autodenominarse «sana». Y en los tiempos que corren todavía me interesa más, con todos los ataques que está sufriendo. Así que, viéndote como te veo actor implicadísimo, recibe mi más sincera admiración por ello: hacen falta muchos más como tú.
Un abrazo enorme, Manuel. Y, como siempre, gracias por darle vida a estas (re)lecturas.
Me gustaMe gusta
por aqui pasó jonroca y su inseparable amigo jrogj , como siempre y aunque a veces de incognitos, nos enriquecemos leyendo gracias Monica
Me gustaMe gusta
Y es siempre un placer que los buenos amigos pasen por aquí, que también es el objetivo de este blog: que sea un punto de encuentro. El enriquecimiento es mutuo.
Un beso enorme, mis queridos incógnitos…
Me gustaMe gusta