Cuenta Saramago en su Cuaderno que «la esperanza […] ha sido siempre, a lo largo de los tiempos, una especie de paraíso soñado». Es muy terrenal que el corazón humano tienda a pensar que los infortunios que hoy le acucian no se alargarán más allá de mañana o pasado. ¡Es de justicia que así sea! Pero la justicia ―y no hablo de esa que se reparte de forma desigual en los tribunales― ha abandonado a los humanos, y muchos de ellos se han entregado a la hipócrita paciencia para que sea ella la que remedie sus males.

Representación de la Justicia ciega | Foto en mixpolitico.com.ar
Esperanza y paciencia, dos caleidoscopios que alejan los deseos convirtiéndolos en utopías. Dos espacios de sumisión, de subordinación, de docilidad y acatamiento que matan la revolución. Los gobernantes de todo el mundo lo saben bien, y ahora que andamos sumidos en eso que ellos llaman profunda crisis económica nos piden paciencia, nos exigen esperanza, nos obligan a capitular ante la defensa de nuestros deseos. Deseos que, no nos engañemos, para la gran mayoría no van más allá de disfrutar de derechos tan básicos como las mortalmente agredidas educación o sanidad.
No es la primera vez que una parte de la humanidad se engaña y se mantiene en ese estado, creyéndose instalada en el sentido común. En los albores del siglo XX el mundo sufrió un profundo vuelco. La realidad se había estancado en un estado de falsa paz, alimentada por numerosos tratados ―en el fondo defensivos― respaldados por muchas naciones europeas. Pero los gobernantes estaban ávidos de poder, y el frágil equilibrio de la paz se fue desestabilizando. Entonces, como ahora, los defensores de la estabilidad garantizada contaban en su favor con intereses comunes entre los diferentes países. Sin embargo, algunos de esos intereses comunes fueron socavando la estabilidad entre las grandes potencias; las alianzas entre países se debilitaban y cambiaban; los deseos de ampliar sus territorios se contravenían: la paz estaba «a merced de cualquier accidente», como señaló el diplomático belga barón de Beyens en 1913.
La realidad fue que hubo un cambio en la historia contemporánea y el reflejo de una crisis que se instaló a todos los niveles. Ese reflejo se materializaba en el sentir de quienes ya en la última década del siglo XIX hablaban de peligros, de decadencia, de posibilidades de guerra. El Positivismo reinante en el siglo XIX había significado la afirmación de Occidente; existía una confianza absoluta en el Progreso. Se presentaba un futuro feliz, al que Edward C. Hayes llamaba «la promesa del siglo XX»: el hombre habría vencido el hambre, la distancia, la enfermedad, el frío, el calor, las desigualdades, la guerra. Pero surgió la duda, la incertidumbre, la angustia existencial: se empezaron a plantear la veracidad de todo aquello establecido durante largo tiempo.
En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. Fue el desengaño definitivo, el punto álgido de esa gran crisis que ya despuntaba años antes, provocando la llegada de los tiempos difíciles y que se asentaba sobre Occidente manifestándose en todos los ámbitos: pensamiento, ciencia, literatura, arte; incluso en la costumbre y en la forma de entender la vida. La paz no fue suficiente para volver a lo mismo de antes. Finalizada la guerra, la paz hizo que del caos surgiese una nueva sociedad. La guerra provocó un endurecimiento en la crisis que había abierto el siglo; en las poblaciones vencidas nació un sentimiento de inestabilidad y crispación; las monarquías autoritarias, la nobleza y la aristocracia prácticamente desaparecieron; había desaparecido «la edad de oro de la seguridad», que describe Stefan Zweig en su obra El mundo de ayer.
Tal vez todo este rememorar el pasado no sirva para nada. Yo creo que sí. El hombre aprende de la experiencia, y son los errores los que más conocimientos proporcionan. Hoy somos capaces de echar la vista atrás y analizar episodios pretéritos que guardan similitudes con los presentes ―el episodio que he escogido tal vez es extremo, pero no descabellado―. Para realizar ese análisis tan solo es necesario querer hacerlo. Tener interés, eso de lo que andamos tan faltos por parte de tantos. Aún siguen siendo muchos los que demonizan a quienes elevan sus quejas, los que señalan con su dedo acusatorio a quienes reclaman su derecho a no ceder, los que revisten su egoísmo de altanería y desprecio por quienes salen a las calles a mostrar su disconformidad, los que se esconden en la comodidad de su miedo para seguir ciegos y sordos a lo que un número cada vez más elevado de personas nos esforzamos porque miren y escuchen.
Hoy somos muchos los que reclamamos la necesidad de un cambio en la estructura de las sociedades, los que denunciamos los abusos que en nombre del Estado del Bienestar cometen nuestros gobernantes, los que exigimos de ellos un desempeño leal de sus funciones dentro de los organismos del estado. Llevamos demasiado tiempo sumidos en una niebla soporífera, alimentada por el dios progreso, ese que ya hace más de un siglo algunos tomaron como el culmen de la humanidad. Y precisamente la mayor trampa de ese progreso es los jamases de quienes lo blanden como bandera de libertad, de igualdad. Os propongo que, como uno de los personajes de la maravillosa novela de Barbery La elegancia del erizo, busquemos «los siempres en los jamases»
No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo muestran limitaciones. Mira con tu entendimiento, descubre lo que ya sabes, y hallarás la manera de volar.
Richard Bach, Juan Salvador Gaviota
La gente de mar siempre ha sabido que la esperanza era un arma de doble filo, por eso se dudaba de la utilidad de saber nadar en caso de caer al mar: lo único que se consigue es prolongar una agonía. Y es que ya lo dice la canción: «la esperanza es esa puta que va vestida de verde».
Concedo que la lucha es más sencilla cuando todo está perdido, pero requiere de unas dosis mínimas de esperanza que nos ayuden a seguir caminando hacia la utopía, ese lugar que nunca alcanzaremos pero que es motor del cambio: en cada esfuerzo que realizamos por alcanzar esa ciudad invisible, cada vez nos quedamos más cerca de la meta.
Hoy Albert Camus, ese adicto a la utopía, se revolvería en su tumba al ver que su país coquetea de nuevo con la locura. Probablemente volvería a escribir «La peste», aquel bofetón a la conciencia de Europa.
Excelente entrada. Un abrazo 😉
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Gabriel, gracias por tus palabras que enriquecen sobremanera esta entrada y sobre todo por esa recomendación. Camus y su Peste es hoy otro imprescindible para abrir los ojos.
Un fuerte abrazo 🙂
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