Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente. Esta frase resume las argumentaciones que Ludwig Wittgenstein planteó en su Tractatus, una teoría del pensamiento a través de una teoría del lenguaje. Que no os parezca una frase banal: en nuestra mente se encierra nuestro mundo. Ese mundo es lo que ocurre, la existencia de estados de “cosas”. Y todo ello es lo que pensamos. Podemos concluir, pues, que sin pensamiento no existiría el lenguaje.
El lugar en el que se encuentren los límites de nuestro mundo marcará los límites de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje. ¿Quién marca esos límites? Las escuelas son uno de los primeros agentes que vuelcan conocimientos en las mentes. La (des)educación de Noam Chomsky es un compendio de entrevistas y conferencias del filósofo y lingüista. Obviamente habla en base a sus conocimientos pero desde su postura de luchador decidido por la causa de la paz y la libertad. Chomsky afirma que existe un «profundo adoctrinamiento tendencioso que se lleva a cabo en nuestras escuelas, e incapacita a las personas instruidas para comprender siquiera las ideas más elementales». Y yo estoy de acuerdo con él. No se favorece el pensamiento independiente, sino que la educación se alinea con las estructuras del poder para adoctrinar de la forma correcta. La obediencia está asegurada. Los límites de las mentes están fijados: los límites del lenguaje, pues, también. El quid de la cuestión está en qué conocimientos ofrece la escuela y cuáles omite: el programa se ciñe a «un marco de propaganda cuyo efecto es deformar o suprimir las ideas y las informaciones no deseadas»
El discurso de las estructuras del poder, pues, puede ser expresado en los términos clave para que las mentes adoctrinadas no tengan que pensar. De eso se trata, de no pensar, de obedecer sin cuestionar, de aceptar sin incomodar, de agachar la cabeza sin mirar de frente. Porque no se ha aprendido a hacerlo; porque no se ha enseñado, claro. Por suerte (al menos para mí) siempre han existido “elementos subversivos” capaces de ampliar los límites de su mundo más allá, mucho más allá. Eso también ha ampliado, claro, los límites de su lenguaje. Y eso es un peligro. Michel Foucault, en su ensayo El orden del discurso, se pregunta dónde está el peligro de los discursos que proliferan fuera de ese marco establecido por el poder. Él mismo plantea una suposición por respuesta: «en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad. En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión». El discurso no solo sirve para transmitir aquello por lo que se lucha: también es el medio de la lucha. Y el poder quiere adueñarse de él en exclusiva.
El lenguaje es una herramienta, es un hecho material. Es el mismo para todos, poder e insurrección. Pero no todos lo utilizan igual. El 17 de octubre de 2005, el Premio Nobel José Saramago dio una charla con motivo de la inauguración del Foro Complutense, recogido en un breve librito: Democracia y universidad. Su discurso fue subversivo, insurrecto. Esclarecedor, ¡oooh, sí! Y habló de las palabras, de las palabras que confunden y enfrentan. De las palabras que mutan su significado de la misma manera que muta el pensamiento del ser humano. De esas palabras que equivocan a sabiendas, las que engañan, las que mienten porque «quien las dice está manipulando para alcanzar objetivos que de otra forma no podría conseguir». De esas palabras que se usan para ocultar lo que de verdad se piensa, que se utilizan como vehículos de mixtificación. Son las mentiras con las que pretenden dormirnos, como decía León Felipe. Es cierto que debemos hablar para entendernos, pero apuntaba Saramago la necesidad de «mirar a nuestro alrededor, estar atentos, no vaya a ser que por no pensar y repetir como papagayos perdamos valores y estraguemos palabras. Y confundamos o nos dejemos confundir». La indiferencia general es la que aviva ese pudrimiento, esa corrupción en el lenguaje. Es la misma que permite que frases como la de Talleyrand ―La palabra le ha sido dada al hombre para encubrir lo que piensa― cobren todo el sentido.
Y Saramago, en aquel despliegue de palabras bien utilizadas, también habló del poder, del mismo al que hacían referencia Chomsky y Foucault. El poder que el ciudadano define como tal, señalaba él, no es ése que hemos votado, no, no es el gobierno del Estado. El verdadero poder no aparece, no es votado; está en algún lugar imponiendo, demandando y dictaminando. Es el poder económico y financiero, que hace que países democráticos «se encuentren en la situación terrible de tener que cumplir obligaciones que les vienen impuestas desde arriba, y ese “desde arriba” no es democrático». Ése que, a su vez, marca las pautas de la enseñanza. Paradójico, ¿no? Lo es. El ciudadano adoctrinado es el que tiene la “certeza”. Y se sienta y no se mueve. El elemento subversivo es el que se remueve porque la duda no le permite estar sentado. Y se levanta. «Eso es lo que hay que hacer, levantarse»
Levantarnos.
Lo ves como si paso por tu blog y además te leo…Sigue así un fuerte abrazo!!!!
Joe
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Pero quién te dice que no pases… Cómo no vas a pasar, con los temazos que hay por aquí.
Y pienso seguir crujiendo, no passis pena.
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Excelentes reflexiones, compa Mónica, las que aquí nos traes. Levantarnos, sí; pero para que ese levantamiento obtenga resultados, necesita masa crítica, y, a día de hoy, no la tiene. ¿Quedarnos sentados mientras se consigue? No, ésa no es la solución, obviamente, hay que trabajar, pero no es sencillo. Pero, claro, ¿quién dijo que lo fuera…?
Un abrazo y buena semana.
P.S. ah, y muchas gracias por el enlace, todo un detalle…
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No, Manuel, nadie dijo que fuera fácil, todo lo contrario. Pero es un reto que debemos afrontar, es nuestro deber y nuestro derecho.
P.S. es un placer tenerte «enlazado» 😉
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