Fragmentos

De los horrores, o que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer

A veces es duro tener memoria. Es más cómodo no saber, no recordar, no mirar atrás, no rememorar ciertos episodios. Es más cómodo no conocer, no escuchar, no leer, no ver. Es más cómodo pasar sin estar, estar sin ser, ser sin vivir, vivir sin dolerse. No me gusta la comodidad. La rechazo radicalmente.

Como dice mi gran amigo @_oPac, “la desmemoria es un gran error”. El primer post que publiqué trataba sobre esto, así que no me voy a extender; si queréis podéis repasarlo: Que la memoria no sea ni defectuosa ni limitada.

Y como no me gusta la comodidad —tampoco para vosotros—, hoy os hago leer un extracto de una dura novela, Beatriz y Virgilio de Yann Martel (Ediciones Destino); una fábula hermosa y terrible, una historia dentro de otra historia: la de Beatriz y Virgilio, una burra y un mono que vagan por un espacio de horror, que escogen «que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer»

Leed este previo. Leed el libro. Leed y doleos por vuestra memoria, por la de los que ya no están.

20120820_De los horrores, o que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer

Portada del libro «Beatriz y Virgilio» de Yann Martel; Ediciones Destino

«BEATRIZ:       Nunca te he contado lo que me pasó, ¿verdad?

«VIRGILIO:       ¿Qué? ¿Cuándo?

«BEATRIZ:       Cuando me arrestaron.

«VIRGILIO:       (desconcertado) No. Nunca te lo he preguntado.

«BEATRIZ:       ¿Quieres saberlo?

«VIRGILIO:       Sólo si tú quieres que lo sepa.

«BEATRIZ:       Debería contárselo a una persona por lo menos, para que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer. ¿Y quién mejor que tú?

(Pausa)

«BEATRIZ:       Recuerdo la primera bofetada, la que me propinaron cuando me detuvieron. En ese momento se perdió algo para siempre, una confianza básica. Imagina una exquisita colección de porcelana de Meissen. Si un hombre coge una taza y la arroja al suelo, haciéndola añicos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo con las otras piezas? ¿Qué más da que rompa una taza o una sopera si ya ha expresado su desprecio por la porcelana? Con ese primer golpe, algo parecido a la porcelana se rompió en mi interior. Fue una bofetada fuerte, contundente y a la vez despreocupada, propinada gratuitamente antes de que pudiera identificarme siquiera. Y si eran capaces de hacerme eso, ¿por qué no iban a ir más lejos? Una bofetada es un puntito, o sea, nada. Lo que se busca es la línea entera, una conexión entre los puntos que proporcionará un objetivo y una orientación. Un golpe reclama otro, y otro, y otro más.

« Me acompañaron por un pasillo. Pensaba que iban a llevarme a una celda. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas, menos una, que lanzaba un trapezoide de luz sobre el suelo. «Ya falta menos», me dijo el joven a mi lado con displicencia, como si esperara el autobús. Se había quitado la chaqueta y estaba arremangándose la camisa. Un hombre alto y descarnado. Iba con dos hombres más. Ellos acataban sus órdenes. Me hicieron pasar a un cuarto sencillo, intensamente iluminado, en medio del cual había una bañera. La bañera estaba llena de agua. Sin más preámbulos, me empujaron, colocándome en una posición perpendicular a ella, y me obligaron a arrodillarme. Me sumergieron la cabeza en el agua y la aguantaron allí. Les costó lo suyo, todo hay que decirlo. Tengo el cuello muy fuerte e hicieron falta los tres para sujetarme la cabeza bajo el agua, sobre todo porque yo los iba apartando con los hombros.

«Finalmente se les ocurrió una solución: me pusieron de pie, me ataron las patas delanteras, me ataron las patas traseras, me colocaron al lado de la bañera y me empujaron. Caí dentro del agua con las patas en el aire, de espaldas al agua, y me golpeé la cabeza en el borde de la bañera. La llenaron hasta arriba. El agua estaba fría, pero eso fue lo que menos me importó. Forcejeé, aunque ahora ellos lo tenían más fácil. Uno de los hombres me sujetó las patas traseras hacia arriba, otro me sujetó las delanteras y el tercero tenía así vía libre para sumergir mi cabeza en el agua a sus anchas. Una cosa es ahogarse de pie con la cabeza posicionada como si fueras a beber un vaso de agua; se trata de una forma sencilla de ahogarse, horrible, sin lugar a dudas, pero al menos respeta el sentido de la gravedad y se adapta a la posición natural de la cabeza. Permite cierto control sobre las bocanadas que das en ésta. Pero si estás boca arriba, con una mano sujetándote la mandíbula, empujándote la cabeza hacia adentro del agua, entonces el agua te entra por la nariz y enseguida sientes que te ahogas. Además, notas un dolor intenso en el cuello mientras haces todo lo que puedes por inclinar la cabeza hacia delante. Cada vez que intentas tragar es como si te clavaran un cuchillo en la garganta. El pánico, el terror de la experiencia…, jamás había vivido nada igual.

« Tosía una y otra vez cuando me sacaban la cabeza, pero antes de que pudiera coger aire volvían a sumergirme. Cuanto más forcejeaba, más me empujaban hacia abajo. No tardé en inhalar agua y noté cómo me flaqueaban las fuerzas. Pensé: «Esto es la muerte», justo en el momento que pararon, tan expertamente. Me sacaron de la bañera de cualquier manera y me dejaron caer al suelo. Yo tosía, vomitaba agua, sin poder moverme. Creí que el suplicio había acabado.

«Apenas había empezado. Me desataron las patas delanteras. Volvieron a levantarme a golpes y patadas, tirándome con fuerza de la cola. Mis patas traseras seguían atadas. Me cogieron de las crines y me llevaron al cuarto contiguo. Yo iba dando saltos, procurando no caerme. Me obligaron a entrar en una especie de compartimento donde me ataron con unas correas que me sujetaban la parte inferior del pecho, impidiendo que bajara la parte superior del cuerpo. Tenía las patas delanteras apoyadas en un suelo provisional hecho de madera áspera y descolorida. Uno de los hombres me rodeó el cuello con el brazo y otro me dio una patada por detrás en la rodilla izquierda y me levantó la pata del suelo, como si fuera un herrero y quisiera examinarme el casco. La sujetó así durante un buen rato. A continuación, el más joven se arrodilló justo delante de mi pata derecha y le hincó un clavo largo, justo encima del borde del casco, buscando un ángulo que le permitiera introducirlo hondo. Me atravesó el casco, clavándome la pata firmemente al suelo. Todavía veo cómo levantaba y bajaba el martillo, el brazo y la coronilla del hombre, el remolino de su pelo. Con cada martillazo, un temblor me sacudía el cuerpo entero. Un charco de sangre empezó a formarse alrededor de mi pata. Los tres hombres me soltaron  se pusieron detrás de mí. Me agarraron de la cola. Me estremecí cuando noté esas seis manos hostiles cogiéndome así. Empezaron a tirar con toda su fuerza, como si se tratara de un juego de tira y afloja entre mi cola y mi casco.

«Rebuzné y corcoveé e intenté cocear, pero tenía una pata delantera clavada al suelo y las traseras atadas y fáciles de controlar. Solo me quedaba una pata delantera libre. No paraban de tirar y tirar. Durante esos segundos de supremo dolor dejé de tenerle terror a la muerte y la deseé por encima de todo. Quería perderme como una rata en la oscuridad, poner fin a ese tormento. Perdí el conocimiento.

«Me cuesta tanto hablar de esto… Sufrí, me dolió mucho. En el fondo no hay nada más que decir al respecto. ¡Pero sentirlo! Retrocedemos ante la llama de una sola cerilla y allí estaba yo, en medio de un incendio. Pero no había terminado. Cuando me desperté, vi que no tenía casco. Se me había desprendido por completo. Pensé que no podía haber más dolor, que después de lo que había pasado no podían continuar. Pero continuaron. Me inclinaron la cabeza hacia un lado y me echaron agua hirviendo dentro del oído derecho. Me introdujeron una barra de hierro fría en el recto y la dejaron allí hasta que me heló las entrañas. Me dieron repetidas patadas en el estómago y en los genitales. Todo esto duró varias horas. De vez en cuando se detenían y fumaban, mientras yo colgaba impotente de las correas. En un par de ocasiones salieron fuera, dejando abierta la puerta que daba al pasillo. Si no, permanecían a mi lado, charlando como si no estuviera. Perdí el conocimiento varias veces.

« Me insultaron repetidamente, aunque tampoco diría que estuvieran enfadados ni exaltados. Estaban haciendo su trabajo. Cuando se cansaban, trabajaban en silencio.

«Todo terminó por la tarde, sobre las cinco. Supongo que la jornada había llegado a su fin. Tenían ganas de llegar a casa. Me quitaron las correas y me metieron en una celda pequeña. Me tuvieron allí dentro durante dos días y dos noches, incomunicada, dolorida y hambrienta. Entonces me soltaron. Abrieron la puerta de la celda, me levantaron, me llevaron a la calle y me dejaron al lado de la verja. No me dirigieron ni una palabra. No sabía dónde estabas tú y tú no sabías dónde estaba yo. Me alejé cojeando hasta que llegué a la orilla del río, donde me desplomé en ese lugar apartado en el que finalmente me encontraste.

«VIRGILIO:       Pregunté por ti. Temía que mis preguntas levantaran sospechas. Temía que me detuvieran. Pero necesitaba encontrarte…»

«Después, cuando todo ha terminado, conoces a Dios.

¿Qué le dices a Dios?»

Juegos para Gustav. De Beatriz y Virgilio

5 pensamientos en “De los horrores, o que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer

  1. Pingback: De los horrores, o que la experiencia no se desvanezca sin darla a conocer | Hermético diario | Scoop.it

  2. En el fondo no hay nada más que decir al respecto. ¡Pero sentirlo!…………..pero sólo es una inocente fábula.

    esta vez……. me ha dolido

    😦

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